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Canning o Scalabrini Ortiz

13 enero 2023

Un aspecto poco atendido del escandalo institucional que supone el viaje de jueces, funcionarios, periodistas y ex agentes de inteligencia a una residencia en el sur (Lago Escondido), es que la misma, donde también el ex presidente Macri (luego de endeudar al país de una forma criminal que todavía nuestra justicia no ha juzgado, paralizando una causa decisiva) viaja a jugar al golf, es que la residencia pertenece a un empresario británico (Joe Lewis). Puede parecer un detalle de color, pero es revelador de cómo los intereses anti nacionales siguen fraguando y moldeando a parte de nuestra dirigencia política desde tiempos del presidente Quintana (quien propuso a Inglaterra bombardear Rosario y era asesor del Banco de Londres), que pasó de representar a los ferrocarriles ingleses a presidir el país. No sólo el conflicto concreto de acceso a aguas de acceso público en la provincia de Rio Negro, no sólo la extranjerización de tierras en zonas de frontera, algo que estaba prohibido y el menemismo, con su política entreguista, desmanteló; sino el conflicto más amplio: de miradas sobre la soberanía económica de nuestro país. La soberanía de nuestro Estado.

Perón nacionalizó los trenes, algo que le había sido pedido por Scalabrini Ortiz, ingeniero agrimensor de FORJA, que tiene dos libros fundamentales: Política británica en el Río de la Plata, su obra decisiva, y Bases para la reconstrucción nacional, donde se reúnen sus trabajos en medios como el diario Reconquista, sus debates con Raúl Prébisch (acerca del rol que debe jugar un Banco Central, debate que no ha cesado) y trabajos escritos con Arturo Jauretche en un sótano de San Telmo. Scalabrini enfatiza en las primeras páginas del segundo trabajo, que es fundamental para nuestro país desarrollar un “nacionalismo defensivo” y también que es muy importante “aprender a defender a la patria en el orden inmaterial de los conceptos”.

Wikipedia recuerda que en 1867, “cuando la avenida todavía era de tierra, se la llamó El Camino del Ministro Inglés, ya que el diplomático inglés Henry Southern la usaba para trasladarse a su casa de campo, donde vivía con su familia. Un decreto del 27 de noviembre de 1893, cambió su nombre a Canning, en tributo a George Canning, quien fue secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido. Otro decreto, dictado el 31 de mayo de 1974 por el gobierno de Perón, cambió el nombre de Canning por el de Scalabrini Ortiz, en tributo al periodista, escritor y ensayista argentino. En 1976, tras la instauración de la dictadura Militar, la calle volvió a llamarse Canning, hasta que fue restituido su nombre actual, Raúl Scalabrini Ortiz, en 1985, tras el regreso de la democracia”. Esta decisión fue tomada por el gobierno de Raúl Alfonsín.

No deja de resultar curioso –al menos en apariencia- que la dictadura genocida haya optado por devolverle el nombre a la avenida de un ministro inglés. Fue la misma dictadura que implementó un plan criminal en lo económico, de vaciamiento, persecución y entrega de nuestro patrimonio. Misma política neoliberal que tomó luego el menemismo, que también indultó a los genocidas, mientras desmantelaba la industria nacional, sobretodo en el área militar y de defensa. Misma visión, a su vez, en lo económico y político que tienen quienes desfilaron por la residencia del empresario británico en el sur: devolver las Malvinas a Inglaterra (Patricia Bullrich), liberalizar y desproteger a nuestra industria, no defender nuestra soberanía. Sentir “angustia” de ser un país independiente, como afirmó Macri ante el rey de España. No sentir orgullo (no otra cosa sentían Moreno, Castelli o Monteagudo), sino angustia de dejar de ser colonia.

No es solo el nombre de una avenida lo que está o estuvo en discusión. Pero los vaivenes del nombre de la misma ilustran y atraviesan buena parte de nuestra historia reciente. Y es útil entender esas idas y venidas, cuando pensamos qué tipo de país queremos construir. Uno soberano, que domina y defiende sus recursos, o uno que los entrega, en desmedro de su propia población.

Para muchos, la soberanía es una mala palabra. No una consigna que valga la pena defender. La historiadora Marcela Ternavasio afirma sin tapujos que “no habría que celebrar el día de la soberanía” nacional, que se fija el 20 de noviembre en homenaje a la batalla de Vuelta de Obligado (según ella, no había nada que celebrar, por dos motivos: uno, porque se perdió esa batalla, dos, porque la soberanía supone proteccionismo y tensiones entre países “libres” que debieran integrarse: esto es correcto para países centrales, que dominan el comercio y le imponen sus leyes e intereses, no para ex colonias débiles como Perú o Argentina, que han sido y siguen siendo saqueadas y requieren, para dejar de serlo, como afirma Scalabrini, un “nacionalismo defensivo” del saqueo financiero constante) y segundo, afirma Ternavasio, que cuando San Martin le envió desde Paris su sable corbo a Rosas, en realidad, San Martin “ya estaba viejo”, con lo cual ese gesto tan revelador (sobre la importancia de defender nuestra soberanía hasta con piedras, como hizo Mancilla en el Paraná) no tendría mucho valor “historiográfico”. No tendría valor para los “historiadores” de oficio, que desde su laboratorio estarían sí habilitados a fijar el sentido último de la “historia”.

La intelectualidad argentina (sobretodo la que predica en las universidades privadas como la universidad Di Tella, donde Dujovne llevó a Lagarde, entonces directora del FMI; en lugar de llevarla a exponer su programa de endeudamiento al Congreso de la Nación, como indica la Ley) siempre ha sabido ponerse del lado del colonizador, pocas veces del lado de su propio pueblo. Cuando Evo Morales fue detenido en Viena (2013), y su avión ilegalmente requisado, ningún intelectual liberal argentino, ningún jurista de esos que suelen hablar de constitucionalismo latinoamericano e indigenismo, alzó la voz para defenderlo: nadie. Son los profesores de derecho constitucional (pienso en el colega Gargarella, tan valioso en algunos de sus trabajos teóricos sobre constitucionalismo latinoamericano y no criminalización de la protesta) que no dan la pelea real por la defensa de la soberanía nacional para los países de la periferia. Como Gargarella o Ternavasio, la ensayista Beatriz Sarlo afirmaba hace poco que las Malvinas no se diferencian nada “del sur de Escocia”, asimilando nuestra tierra al territorio británico (que no reconoce a Escocia la “autodeterminación” que le endilga a la población implantada en Malvinas, los kelpers). Resulta muy revelador que nuestros intelectuales, nuestros profesores de Derecho, nuestros historiadores, no elijan ponerse nunca del lado de la Nación. Del lado de nuestros intereses. Del lado de nuestra soberanía. De nuestra historia. El debate sigue siendo Canning o Scalabrini Ortiz. 

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